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Sebastián de la Nuez
Muchos, o al menos varios, de los usuarios de este chat, se habrán detenido en la Cuesta de Moyano, en Atocha, Madrid, a ver y comprar libros usados por un euro, dos euros o cinco euros. Es lo que suelen costar aunque los hay más caros, por supuesto. Es una hilera de estancos o puestos al aire libre que todos los días se despliega ante los paseantes a lo largo de esta subida que da a una de las entradas al Parque del Retiro.
Ese tramo peatonal resistió, sin verse apenas tocado, a la Guerra Civil; asistió a la muerte de Franco y a la Transición y a todos los avatares de la democracia. Ahora cumple en 2025 cien años de su inauguración oficial. Es cierto que algunos de sus libreros son un tanto antipáticos. Me contó un amigo español que no va más por allí desde que uno de ellos le increpó, airadamente, por haber sacado una libreta y apuntado un párrafo de uno de esos libros que hojeaba; algo que le pareció pertinente para su trabajo.
―Oiga usted, compre el libro si quiere anotar algo.
En la puesta en marcha de la Cuesta de Moyano se involucró un notable venezolano, hace cien años. En un expediente registrado y sellado en el Ayuntamiento de Madrid bajo la clase «Asuntos Generales», con fecha 30/04/1925, se ha dejado constancia de la petición de un duque y marqués (es lo primero que se apresura a anotar el escribiente en el documento) y la de otros «escritores interesados [en] que la Feria Permanente de Libros se instale en lugar de fácil acceso al público». El lugar preciso de fácil acceso al público era, obviamente, la Cuesta de Moyano, donde ya venían operando libreros de manera informal pero entremezclada con buhoneros de diferentes especies y de poca monta. A partir de esta petición se limpió aquello, se crea y se ordena, pues, lo que hoy se conoce como Cuesta de Moyano exclusivamente dedicada a los libreros de ocasión. Además del duque y marqués, firmaban el documento, entre otros, Pío Baroja y Rufino Blanco Fombona. Baroja es uno de los autores más notables de la Generación del 98 español; Blanco Fombona es el autor de El hombre de hierro y de los tres tomos sobre Simón Bolívar que en 1984 recogió y editó Rafael Ramón Castellanos a través de La Gran Pulpería del Libro Venezolano. Blanco Fombona había salido de Venezuela a escape, cuando las garras de Juan Vicente Gómez se cernían sobre él. En España construyó su propia leyenda y en París también ya que allí tuvo un zipizape a empujones con el dócil poeta nicaragüense Rubén Darío.
El hombre que más sabe sobre la peripecia vital de RBF en el mundo entero probablemente sea Andrés Boersner, quien escribió para la Fundación para la Cultura Urbana una semblanza bien documentada y bien escrita, Rufino Blanco Fombona entre la espada y la pluma. Boersner era el librero de Noctua, la gran librería del Centro Plaza. En esta historia todo confluye en el oficio del librero.
Boersner sigue en Caracas pero en Madrid hay al menos dos personas que lo habrán leído a cabalidad, tienen una idea crítica sobre su obra y, seguramente, acerca de su indómita ―díscola y alebrestada, incluso― personalidad: el crítico literario Carlos Sandoval y el guionista y novelista Eduardo Sánchez Rugeles. Además de las obras mencionadas, RBF dejó una amplia variedad de textos en diferentes géneros, incluyendo poesía, artículos periodísticos, diarios, ensayo y crónica.
Las conexiones entre Madrid y Caracas a través de ciertas figuras intelectuales corren por senderos que se bifurcan y de repente se entrecruzan, ojo.
El autor criollo vivió en España entre 1914 y 1936.
Un par de veces he visitado La Casa de la Troya, una librería un poco cochambrosa de Callao, en la calle de los Libreros (que no en balde se llama así). Allí me atiende Pedro Angulo, un caballero de mediana edad. La Casa de la Troya es una librería de viejo aunque también ofrece novedades, de todo como en botica. Antaño fue venta de libros escolares. En esta misma calle hoy peatonal, antes hubo al menos doce librerías y la mayoría se dedicaba al rubro escolar. Más antiguamente, llevaba otro nombre y en ella se apostaban las putas de Madrid, o al menos un grupo de ellas. Eso se terminó, claro.
El caso es que, conversando con Pedro, de repente se interna por un pasillo atiborrado de rebosantes estanterías de lado y lado; al regresar trae consigo una página original de El Diario de Caracas. No una fotocopia, ¡una página original! Amarillenta pues corresponde a una edición de 1980. Se trata de una entrevista a un librero llamado Pedro Requena Mira, firmada por la colega Carmen Teresa Valdez, quien creo que hoy vive en Miami.
Fotografié aquel recuerdo cercano ya que yo también trabajaba en El Diario por aquella época, fue mi primer puesto en una sala de Redacción. Le pregunté por Wasap a Carmen Teresa: no se acordaba en absoluto ni de la entrevista ni del personaje.
Resulta que La Casa de la Troya fue fundada un año antes de la Guerra Civil por Laura Requena, una valenciana emprendedora que se vino a Madrid a abrirse camino. Laura tenía un hermano, este Pedro Requena, quien se hizo de unos 80 mil volúmenes producto de un remate convocado por un tribunal a la muerte de RBF en 1944. El aviso del tribunal hablaba de una librería, no de una biblioteca o colección de libros. Sí, RFB tuvo un local en Madrid. Había libros de marxismo y de Lenin en ese remate, por cierto.
Pero Requena no se marchó a Venezuela sino hasta 1953. Antes había enviado por barco el cargamento. Indeciso o temeroso de dar el salto, permanecía en España. Sin embargo, alguien desde Caracas le amenazó con que sus libros serían quemados si no se apersonaba y se hacía cargo de aquello. Sí, los libros del legendario Rufino Blanco Fombona a punto de ser quemados en Caracas, en plena época perezjimenista.
Requena le dijo a Carmen Teresa: «Yo conocía al pintor Luis Alfredo López Méndez, quien trabajaba en la embajada [de Venezuela en Madrid] y me dijo que podía venderlos en Venezuela. Por eso los mandé, pero se quedaron un año en el correo [Correos de Carmelitas] porque no tenía ganas de viajar».
Finalmente se fue y al parecer comenzó vendiendo en la esquina de Santa Capilla. Regresaría alguna vez a Madrid y se traería su carro recién comprado en Caracas, un sedan americano de 8 cilindros. Lamentablemente, no cabía por las calles de la capital del Reino. Regresó y murió en Caracas. Eso del carro también me lo contó Pedro Angulo.